Enrique Prevedel
TRES ECOS DE
SHAKESPEARE
BUENOS AIRES | 2016
BIBLIOTECA
DIGITAL
VÓRTICE
1. George MacDonald,
2. Albert Frank-Duquesne,
3. Jorge N. Ferro,
4. Gilbert K. Chesterton,
5. C. S. Lewis,
6. Giacomo Biffi,
7. Martín Heidegger,
8. Sebastián Randle,
9. Gilbert K. Chesterton,
10. Louis Bouyer,
11. Alfredo Sáenz,
12. Albert Frank-Duquesne,
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ÍNDICE
Para comenzar
Entre la isla y la península
Jardines y amados
Un caballito de viento
PARA COMENZAR
El título de este pequeño libro hace mención a las afinidades coincidentes, aleatorias o no, que tuvieron algunos tópicos de la obra de William Shakespeare con la cultura de la lengua castellana y también a las implicancias de su catolicidad en el origen de tales similitudes.
Nuestro aporte consta aquí de tres breves ensayos. Dos de ellos traen conceptos que hemos vertido de manera dispersa a lo largo de los años. El segundo es inédito en su integridad.
Quien escribe estas líneas es un lector de a pie, con el idéntico, intacto, hechizado entusiasmo por esta su afición contraída en unos ya muy lejanos años juveniles.
Un lector, distingamos, no un enamorado de los libros. El amor material por los libros en sí mismos es algo añadido y apenas lo practica una minoría, con el mismo preciosismo de un coleccionista por cualquier otro objeto posible. No son los libros sino la lectura lo que verdaderamente ha de interesar y puede apasionar de manera genuina. Los libros son apenas instrumentos de la lectura y su valor material, incluso si su hechura fuese exquisita, apenas emparejaría con la belleza y colorido de las flores. La lectura toma en cambio esas flores u otras más rústicas, porque lo que en realidad busca es hacerlas madurar en sus correspondientes frutos, de los que habrá de nutrirse.
No se sigue ninguna consecuencia ni ventaja práctica del ejercicio de la lectura: ocupación inútil si las hay en el orden de los afanes mundanos. Como ya hemos dicho en algún lado, el único resultado de la lectura no es sin embargo despreciable: con ella vamos logrando adensar nuestra humanidad, nada menos.
Esta larga digresión que hacemos sobre nuestro papel de lectores, tiene sin embargo sentido y lugar en una conmemoración actual donde la cada vez más tenue identidad occidental rinde homenaje a William Shakespeare y Miguel de Cervantes tras cuatrocientos años de esas sus coincidentes partidas de este mundo.
Repetimos incansablemente por esto una reflexión de un filósofo tucumano de tiempos idos, don Alberto Rougés, y que reza así:
Los creadores de cultura y su público se implican recíprocamente, se complementan, forman un todo, una estructura, que es la cultura viviente de esta sociedad. Público y creador son los dos únicos protagonistas del drama de la cultura, no hay otros.
En consecuencia celebramos aquí no sólo a Shakespeare y a Cervantes sino juntamente a sus lectores, entre los que nos contamos entusiastamente, razón por la cual hemos reunido estas hojas nuestras para compartirlas con otros hermanos de lecturas.
Ojalá puedan servirles de estímulo para volver una y otra vez a relecturas de esos gigantes autores, tal como siempre deslumbrados seguimos haciéndolo nosotros.
ENTRE LA ISLA Y LA PENÍNSULA
Luis Astrana Marín, el primer traductor al español de la obra íntegra aunque en prosa de William Shakespeare, versión harto frecuentada por Federico García Lorca, puntuaba de manera abundante las referencias, palabras o giros tomados del teatro español o de su cultura que aparecen en las obras del dramaturgo inglés. Estas influencias iban en un único sentido lejos de ser recíprocas, y quisiéramos nosotros ahondar en algunas.
Conocemos el punto de encuentro entre Shakespeare y Cervantes. De una de las pequeñas historias insertadas en la Primera Parte de
Los especialistas sostienen que hasta en la obra
Con quien tendría más puntos de coincidencia Shakespeare sería otro español, Francisco de Quevedo.
En efecto, ambos mostrarían igual interés por la historia de Julio César y Marco Bruto, hasta llegar a dedicarles al tema sendas obras y utilizando idéntica fuente: las
Si cotejamos las obras, el
Curioso resulta el diferente tratamiento que hacen ambos autores de la figura de Porcia, la mujer de Marco Bruto, pues aquí parecen invertirse los roles. Mientras que para Shakespeare, quien cuenta en sus obras con destacados personajes femeninos, Porcia no es más que la esposa de un senador romano, virtuosa con una devoción conyugal que sólo se preocupa por la suerte y la integridad de su marido y ese es su límite, la Porcia de Quevedo parece superarla moralmente en sus convicciones. Pero Quevedo, para engrandecerla sin traicionar su convencida y amarga misoginia, la hace una excepción casi contranatural, capaz de desmentir con su personalidad las tópicas fragilidades femeninas.
Pero, no nos quedemos en estas conjunciones superficiales.
En otra ocasión recordábamos que Shakespeare, llamando en uno de sus
Ese deslumbramiento por la magia de la escritura invocada en toda lectura y que en nosotros parece hoy haberse embotado, bien lo percibían vivamente talentos como Shakespeare y Quevedo, al igual que almas simples como las que recordaba Leopoldo Lugones en
Pareciera que las consonancias entre Shakespeare y Quevedo tienen honduras que sólo la poesía es capaz de aventurar.
Tomamos para el caso unas líneas no literales que dejamos perdidas en una olvidable novela corta.
Nos referimos a
Y describiéndole los padecimientos de ese amor, exclama: “¡Oh odio amoroso!”, y casi de inmediato: “¡Oh pesada ligereza, grave frivolidad!”, para continuar hablando de esa “pluma de plomo, humo resplandeciente, fuego helado, robustez enferma, sueño en perpetua vigilia”, y todavía “cuerdísima locura, hiel que endulza y almíbar que amarga”.
Podríamos decir que en William Shakespeare la naturaleza del amor se revela más que a menudo en sus dimensiones de cruel e incesante contradicción y no nos sería difícil acumular fatigosas referencias tomadas de sus
Pero si en vez de indagaciones sobre las características dramáticas con que Shakespeare oficia el tratamiento literario de la pasión amorosa, nos salimos de una lectura académica que siempre se asemejará a una autopsia, bien podríamos comenzar a creer en la veracidad viviente de sus afirmaciones.
Y nos encontraríamos así con un acuerdo sinfónico en la poesía de Quevedo, donde en su
¿Nos interesa literariamente la similitud? ¿Sólo literariamente? Este es el desafío por el cual a través de un solo tópico puntual nos asomamos a la inmensidad de la literatura toda, y alguna vez debemos iniciar este salto que nos sobrecogerá miles de veces sin quizás resolverlo nunca. Porque tal vez la literatura no sea ajena a la vida real y cotidiana, pero tampoco su reflejo servil, así estuviese éste incomparablemente realizado.
¿Será entonces que mientras la vida se vive y se nos gasta, en la literatura la vida es capaz de mirarse a sí misma y eternizar en el corazón con belleza suprema lo que para nuestra existencia no pesaba más que un acontecer pasajero?
No encontraremos en Shakespeare o Quevedo respuesta alguna, pero sí un ahondamiento de los temas del amor en su dimensión de enigma y de misterio, y en una labor curiosamente paralela.
Procuremos por fin aventurar una razón de estas coincidencias. Creeríamos que semejantes afinidades podrían tener su raíz en cierta sugestiva connaturalidad, la que tal vez se explicaría por el común espíritu católico que tácitamente vinculaba al dramaturgo inglés con el mundo de Cervantes y de Quevedo. En la Inglaterra desgajada del cayado de Pedro tras Enrique VIII, los criptocatólicos seguían siendo afines al mundo de la Europa fiel a Roma y a su cosmovisión consecuente, con un sutil aire de familia. Algo de ello pudo intuir Jorge Luis Borges cuando asentó que “Shakespeare es el menos inglés de los poetas de Inglaterra”, y todavía rematando: “es casi un extranjero”.
Con John Henry Newman, Hilaire Belloc o Gilbert K. Chesterton (y tras ellos nuestro Leonardo Castellani), acordamos en la catolicidad de Shakespeare, algo rechazable para la mentalidad de los críticos contemporáneos (como Harold Bloom) pero cada vez y según las puntualizaciones de las investigaciones históricas, muy difícil de negar y aún evadir.
JARDINES Y AMADOS
Antes de entrar en concreto al tema que nos interesa aquí tratar, repasaremos algunas convenciones elementales sobre los
Estos
Dentro de las 154 piezas poéticas de la colección se acostumbran distinguir dos motivos: aquellos sonetos referidos a unas complejas y perturbadoras relaciones con un Joven Amigo y que serían los primeros 126, y una sexta porción final sobre los tratos tortuosos sostenidos obsesivamente con una Dama Oscura.
De los sonetos del primer ciclo vamos a ocuparnos aquí. En rigor, los poemas supuestamente referidos a un único Joven Amigo son más ambiguos de lo que usualmente pretenden sus generalizaciones críticas.
Hay aquí en los versos del poeta un muestrario de variados sentimientos que van de la amistad al amor y del afecto a la pasión, pero donde los roles del yo poético y del ser amado no son tan simples de distinguir y menos de uniformar. No todos podrían con certeza estar dirigidos a un varón, ni tampoco el personaje que el poeta imposta o al que se dirige deben ser necesariamente los mismos en todos los sonetos.
Salvo algunos temas en dípticos, trípticos o secuencias mayores como la de los diecisiete primeros poemas, no hay que buscar, imaginar y luego forzar en ellos un hilo argumental único.
Mucho menos sobre todo hay que suponer desahogos biográficos de Shakespeare. El poema amoroso como sinceramiento sentimental del autor sería una invención muy posterior del Romanticismo.
Jorge Luis Borges mismo cayó en la trampa convencional hablando de la obra de los
La prueba maestra de que con talento e ingenio se puede hacer cualquier interpretación biográfica hasta verosímil sobre las relaciones del poeta con un Joven Amigo, la podemos encontrar en
Es que en todo arte lo que ha de importar y lo que vale considerar es la nuda obra resultante y no los motivos personales posibles del autor. Ninguna obra de arte recibiría más luz conociendo la intimidad de las circunstancias existenciales del artista y de su tarea. Quien busca eso, no está buscando lo que debería importarle si fuera genuino su interés artístico. No necesitamos por ejemplo saber nada sobre Homero, de cuya existencia sólo nos ha quedado su nombre, para poder admirar maravillados la
Y en el caso de Shakespeare, muchas de estas circunstancias como varias otras de su vida las borró esa voracidad cruel del Tiempo tan temida por el poeta, y han quedado desconocidas para nosotros.
* * *
Vamos ahora a nuestro tema.
Entre los sonetos nos llama la atención el XXI, donde el poeta renuncia a elogiar su amor comparándolo con toda belleza del universo y, lejos de metáforas preciosistas al uso, prefiere declarar con sinceridad que el ser amado es tan bello como puede serlo la criatura de cualquier madre e, irónicamente, con menos brillo que las estrellas. No le interesa hacer el encomio, nos dice, de lo que no está dispuesto a ofertar para la venta. (Notemos de paso que en el poema, por las particularidades de la gramática inglesa, no es discernible el género del sujeto amado, pese a ciertos traductores que en vez de respetar la ambigüedad, lo adscriben a un varón.)
Curioso contraste resulta por comparación el soneto LIII, donde no puede ser sino otro el ser amado de quien se habla. Aquí por el contrario la primavera apenas es sombra del espectáculo de su belleza, tal como la otoñal cosecha del año imita su abundante generosidad, pues en toda gracia externa tiene ese bellísimo ser su parte.
Desde aquel XXI donde se hablaba de una naturaleza que podía prestar sus atributos para describir la belleza amada, aunque descartando ese convencional procedimiento, llegamos a este LIII en que por una audaz inversión, será la naturaleza la que tome e imite los atributos del ser amado.
De este modo comienza a abrirse y desarrollarse un singular tópico amoroso que iremos indagando en estas siguientes páginas.
Pareciera una suerte de ensueño platónico en el yo poético del ser amante, esto de considerar las hermosuras de la naturaleza como participaciones y reflejos de un modelo perfecto que es la belleza del ser amado.
No nos resulta extraña ni ajena la idea de este tópico amoroso en el ámbito de nuestra lengua.
En el
¡Oh bosques y espesuras, / Plantadas por la mano del Amado; / Oh prado de verduras, / De flores esmaltado, / Decid si por vosotros ha pasado!
Y estas le responden:
Mil gracias derramando / Pasó por estos sotos con presura, / Y, yéndolos mirando, / Con sola su figura / Vestidos los dejó de su hermosura.
Es un monólogo reflexivo de la Esposa donde tanto la pregunta como la respuesta son retóricas.
La naturaleza aquí se embellece, como en Shakespeare, por una participación en la hermosura del ser amado.
Un mismo clima acuerdan entonces los poemas de Shakespeare y Juan de la Cruz pero mientras en éste, fiel al espíritu del
Avancemos ahora un paso más.
El yo poético del soneto XCIX (un soneto irregular por sus quince versos) le reprocha a la violeta haber robado su fragancia al aliento de su amor, y su esplendor púrpura haberlo teñido en las venas del ser amado. Hasta el mismo lirio muestra haber imitado sus preciosas manos y los capullos de mejorana robado sus cabellos. Concluye entonces diciéndole a su amor: “Más flores he observado, pero ninguna pude ver / que no te hubiese robado su dulzura o su color”.
Algún crítico dice con erudición que la idea imita claramente la de un soneto anterior de Henry Constable, un poeta contemporáneo muy apreciado en su época.
Pero, lejos de rebuscar antecedentes literarios inmediatos al mundo de Shakespeare, más habría que pensar en la recreación de este singular tópico amoroso cuya invención no le sería exclusiva, pues ya vimos una huella semejante en Juan de la Cruz.
Y entonces bien hallaríamos la tal vez muy lejana prefiguración de este tema en el más impensado de los lugares.
En la colección de relatos del libro de
Almendra ha tenido un sueño premonitorio y revelador donde pudo contemplar anticipadamente la belleza del príncipe Jazmín sin haberlo todavía conocido, y las imágenes de ese sueño han herido incurablemente su corazón ahora doliente y enamorado.
Estando en esas circunstancias, el relato nos refiere lo siguiente:
“Un día que la bella Almendra, la del corazón calcinado, estaba más melancólica que nunca, las mujeres de su séquito, para distraerla, la llevaron al jardín. Pero allí por donde paseaba sus ojos no veía más que la faz de su bienamado: las rosas le ofrecían su color y el jazmín el olor de sus vestidos; el ciprés oscilante, su talle flexible, y el narciso, sus ojos. Y viendo las pestañas de él en las espinas, se las clavaba ella sobre su corazón.”
El episodio es tan rotundamente poético como el de Shakespeare y su remate, de una fineza exquisita. Pero tengamos cuidado. No tiene aquí la dimensión que le da Shakespeare ni mucho menos Juan de la Cruz. Porque estas comparanzas preciosistas amatorias comunes en el Oriente desde donde parten
Y bien, este es uno de los mil caminos por donde es posible internarnos en la belleza compleja de los
Nosotros queríamos compartir aquí parte del camino que hemos hecho.
UN CABALLITO DE VIENTO
Para William Shakespeare el ser humano también está hecho de cuatro elementos primordiales (agua, aire, tierra y fuego), esos principios constitutivos de todos los cuerpos de los que hablaban los antiguos griegos en aquellos balbuceos cosmológicos del naciente filosofar. Es la concepción de Empédocles, tomada por el poeta de las
Claro que así es, dice poética y dramáticamente Shakespeare en dos de sus Sonetos (el XLIV y el XLV): el hombre, hecho de tierra y agua, o sea de carne y lágrimas, tiene por aire su pensamiento y por fuego, su deseo apasionado.
Sobre este par de poemas haciendo díptico, queremos interesarnos.
Resulta que el ser amado del poeta está ausente y distante. Y así como Diógenes Laercio cuenta que Aristóteles definía a la amistad llamándola “un alma en dos cuerpos”, bien sabemos que el amor requiere la presencia física de quien se ama pues amar es buscar, sin ningún juego de palabras, el volverse dos almas un solo cuerpo, con los rumores bíblicos del genesíaco hacerse “una sola carne”.
El enamorado gime entonces por esta separación de su amor y lamenta con lágrimas esa “pesada sustancia de mi carne”. Y lo mata “el pensamiento de no ser pensamiento” solamente, pues si así fuera, leve y ágil como el aire atravesaría vastas extensiones para ir al encuentro de la persona amada cuando esta se aleja, sin tener que padecer “la lentitud del tiempo” en la espera ansiosa de volver a reunirse. Dividido, sufre que su pensamiento y pasión, aire y fuego, viajen alados hasta el ser ausente mientras él, solo, ha de cargar con la tierra de su carne y el agua de sus lágrimas.
Resulta curioso comprobar el rumbo de estos tópicos de la poesía amatoria insinuándose quién sabe cómo, desde la lejana y brumosa Inglaterra hasta estos nítidos soles del Trópico Sur.
Entre el mar de coplas populares y tradicionales de la región tucumanense (el actual N.O. argentino), por este rincón sudamericano, bien podemos encontrar una que conoce las siete esferas celestiales y también los cuatro elementos, esas nociones que se pierden en la noche de los tiempos griegos.
Y dice así:
Debajo de siete cielos, / nacen los cuatro elementos: / primero, el sol y la tierra, / segundo, el agua y el viento.
Pero es otra copla la que llama nuestra atención, como si les hiciera eco a los sonetos ya vistos:
¡Ah mal haya quién tuviera / un caballito de viento, / para dar un galopito / ande está mi pensamiento!
La idea poética es melliza pero no gemela a la de Shakespeare: ya no hay en la copla esa densidad apasionada que cargan aquellos sonetos.
El criollo sabe también que no está hecho sólo de etéreos pensamientos y en vez de rebelarse contra su condición corpórea, fantasea soñadora y poéticamente con “un caballito de viento” capaz de llevar el resto de su ser hacia la persona amada. Un par de diminutivos convierten la angustiosa pasión de amor de aquellos sonetos en gracia y requiebro: “caballito”, “galopito”.
Pero no es nuestra intención aquí quedarnos en entretenimientos menores y curiosos, recogiendo similitudes. Ocurre que el encontrar en la poesía amatoria de nuestra cultura fundacional tópicos “foráneos” como en este caso, nos da pie para hacer precisiones sobre la misma y nuestras tradiciones populares tan a menudo falseadas.
Hay que recordar y volver a afirmar que, contra toda convención y desfiguración posterior, dicha poesía fundacional en sus expresiones más veraces, jamás buscó de intento rusticidades pintorescas que siempre concibió como ataduras y limitaciones y nunca como gracias bucólicas. Tampoco incurrió adrede en criollismos argentinistas de diferenciación pues, al contrario, quiso abrirse libremente a un franco universalismo vivido desde este ángulo austral. Las peculiaridades regionalistas no estaban entre sus propósitos, ni tampoco eran lo medular de tales composiciones los cuadros nativistas o las particularidades dialectales con su dudoso gracejo.
Las pretendidas líneas de continuidad con esta tradición se despistaron gruesamente en su gran mayoría poniendo el acento donde precisamente no debían hacerlo, y marcaron esas periódicas reanimaciones de telurismo patriótico confeccionadas mercantilmente para la afición de los públicos tradicionalistas o del turismo. (Y no confundamos tradicionalismo con tradición. Mientras el tradicionalismo intenta una evocación nostálgica y deformada de lo que una vez ya fue, la tradición genuina en cambio es vivencia continuada y espontánea de lo que no se fue.)
Así como el pueblo no creaba la poesía de su patrimonio oral, pues este era obviamente obra de autores singulares luego anonimados, la misma bien podía provenir también del patrimonio de otros pueblos. La cultura popular manifestaba su personalidad colectiva (la dichosa “identidad”) en este proceso de apropiación, al adoptar y tal vez adaptar, al elegir y a veces corregir determinadas composiciones, variantes y tópicos sobre otros posibles que desechaba.
De tal manera, venimos a concluir que toda identidad cultural genuina por la que indaguemos en nuestra patria no es ni puede ser otra cosa que la de una particular perspectiva del patrimonio común universal.
Tal vez este camino sea el mejor orientado para encontrarle sentido a la tan manoseada y declamada identidad nacional, que nadie acierta todavía a precisar convincentemente. Cuando las interrogaciones y pretensiones al respecto dejen de buscar lo que nos diferencia de “los otros” y afine la captación de matices precisamente en nuestras coincidencias, estaremos en el rumbo por fin adecuado. Es en la dimensión del nosotros común con los demás donde habremos de encontrar los rasgos propios de nuestra particular personalidad, rasgos cuyo sentido no es distinguirnos sino hacer un aporte enriquecedor para todos los otros.
Quedaría por fin, como un enigma menor, pensar el modo en que este tema de los
San Miguel de Tucumán
2016