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Librerío: primeros ajustes

por Alejandro Bilyk
12/12/12

La palabra librerío no existe en nuestro diccionario. Apenas se encuentra como nombre comercial en algún rincón de la red, sin que conste su significado. No tengo pretensión de fundar un neologismo (eso lleva mucho trámite), pero aprovecho la vacante y la empleo en esta columna, ya que en varios sentidos se ajusta, o puede ajustarse, a lo que quiero decir.

Su connotación es amplia: libro, libre, río, lío. Y, por supuesto, librería. Todo lo cual da forma a una semántica salvaje, ya lo sé: es cosa por la que tengo afición. Si quisiera construir una definición más o menos ordenada, creo que lo haría de esta forma: “librerío son los libros como caudal insubordinado, turbulenta correntada de agua, barro y mugre”. O sea el amasijo literario en el que estamos inmersos, que es una de las causas principales de nuestro estado mental. Asombroso y paradojal a la vez, pues, si la vista y el oído no me fallan, cada vez hay más libros pero cada vez se lee menos.

 

¿A qué nos referimos cuando hablamos de “libros”? Es difícil saber adónde fue a parar esta denominación, desde que el surgimiento del e-book dejó de lado la característica básica del libro tal como lo hemos conocido hasta hoy: una serie de hojas impresas y unidas por el lomo. Pero, siendo objetivos, con la aparición de la imprenta, el libro ya había dejado atrás su antigua forma de papiro o pergamino manuscrito y enrollable, tal como se empleó durante siglos. El cual, a su vez, fue la superación de la escritura sobre tablillas de arcilla o de madera. Corteza o pergamino, papel o pantalla, todas son instancias históricas del “libro”, en cuanto cumplen esencialmente el mismo objetivo: ser depósito perdurable del pensamiento. La apariencia es secundaria, en principio.

Del mismo modo que una carreta no es idéntica a un automóvil, un rollo de pergamino no es idéntico a un volumen impreso, ciertamente. Pero en ambos casos hablamos de vehículos cuya razón de ser no se ha modificado: la carretera y la literatura. Y la finalidad también siguió siendo la misma: unos transportan cosas, animales y personas; los otros escrituras y lecturas. Dejemos para más adelante la incidencia de cada formato específico en la operación del entendimiento y prestemos atención a este otro punto: aquello que llamamos “libro”, tenga el aspecto que tenga, es un medio de transporte de pensamientos, definiciones, revelaciones, modos de expresar la vida y el mundo, puntos de vista, imaginaciones, posturas frente a la realidad.

Depósito y vehículo, eso es un libro. No es que la modalidad de escritura o de lectura no tenga importancia, sino que cumple una función inferior y subordinada. Un libro es literatura y la literatura es pensamiento, y el pensamiento responde a otra clase de formatos: lo cierto y lo falso, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo. Lo demás es secundario. Cualquier modalidad de escritura sirve para trasladar, por ejemplo, esta sentencia de un premio nobel que encontré impresa en un suplemento literario, a modo de frase para la agenda: “Estoy completamente convencido de que una persona que lee, y que lee bien, disfruta muchísimo mejor de la vida”. Si este pensamiento viaja y perdura, ¿qué importancia tiene el modo en que lo haga? Esta afirmación de Vargas Llosa no es sino la reiteración de un engaño que sigue dando la vuelta al mundo: lo importante es el libro, no su contenido; lo que importa es la lectura, no lo que provoca.

Recuerdo a Filmus ministro, en el 2007, en plena campaña por la intendencia, inaugurando la Feria del Libro argentina y vanagloriándose de haber entregado gratuitamente a los porteños un millón de ejemplares diversos, entre los que se contaban escritos de Rodolfo Walsh y Marcos Aguinis. En realidad no eran libros, sino folletos de 16 páginas, con sendas cartas introductorias de Heller y el propio Filmus. Una nota en un periódico concluía con esta graciosa reflexión: “El kirchnerismo se esperanza con que al menos los porteños les den una leída antes de encontrarles alguna utilidad”. Filmus la copió en su página.

El libro, nada más que el libro, sea de quien sea, diga lo que diga, es objeto de veneración, motivo de dicha, signo de salud espiritual. Un ídolo. Pero repito: no es una ingenuidad sino una falsedad, un engaño. Hay dos clases de censura: convencional y encubierta. Por mandato prohibitivo y por dominio del “mercado cultural”. Está a la vista cuál es la única eficaz. Pero me conformo en esta ocasión con solamente rozar el asunto.

Si es para leer ciertas cosas, ¿es conveniente que la gente lea? No se trata de leer o de leer bien, como dice el nobel, sino de leer algo que haga bien. Hasta donde sea posible, bello; pero sobre todo cierto. Es lo único que se puede “leer bien”. Para el peruano, por el contrario, fuente de libertad y felicidad es la incertidumbre, “una margarita cuyos pétalos no se terminan jamás de deshojar”. Ahí tenemos una idea dañina puesta en un envase ordinario, más bien mersa, de fácil consumo.

En fin, da lo mismo que el pensamiento viaje en onda electrónica por la red o en las alforjas de un camello por las orillas del Caspio. Cualquiera sea el formato, el error seguirá siendo transportable y perdurable. Pero también la verdad, aunque ya no lo parezca.

Letras, ideas, posiciones: hacia allí nos dirigimos. No creo que sea necesario inventar más vocablos para representar la turbulencia actual. Ni necesario ni conveniente, al menos para mí. Si no me controlo, mi mente vana, buscando interpretar el presente estado del pensamiento y la literatura, no logrará sortear un imaginario acoso de letreros, letrinas y deposiciones.

 * * *

En este nuevo formato de e-book o libro “digital” se llevan publicados cientos de miles (por decir una cifra) de títulos antiguos y modernos. Sin embargo, a la par, siguen imprimiéndose cada vez más libros “de papel”. Es decir, continúa aumentando la cantidad de ediciones en ambos formatos. En otras palabras: el e-book no es una modalidad de reemplazo, no todavía, y quizás nunca lo sea (aunque su producción ya no se detiene). Lo que digo es fácil de constatar, recorriendo librerías, catálogos y suplementos literarios. Se cierran librerías, sí, pero se abren otras, reales o virtuales, y todas rebalsan de volúmenes, novedades y reediciones. En todos los tamaños y para todas las aplicaciones. Se puede verificar de manera sencilla, contando los títulos mencionados en un solo ejemplar de un suplemento literario. Aun filtrando, para mayor comodidad, los libros de cocina, las cartas secretas de Clark Gable a Lady Margot y las visiones de la duquesa de Jarapatilla, la cantidad de ediciones impresas y digitales es abrumadora.

Como una reconquista que provoca mayor emoción esa segunda vez, el libro pasó a ser ahora objeto de devoción. Sin embargo, es difícil encontrar a alguien leyendo; con suerte, algún joven solitario en un umbral o en un tren. Las últimas imágenes que tengo son de hace bastante y se ubican en colectivos: un muchacho esmirriado con un libro de Savater y un joven rabino con su Torá. De esto último tengo pruebas; de aquello no, estaba lejos. Así que, ¿quiénes leen tantos libros? Por todos lados se ve a la gente apretando teclas, no pasando páginas, ni siquiera páginas electrónicas. ¿Los tomos se acumulan en la mesita de luz y se degluten noche tras noche? ¿La gente asiste a las bibliotecas públicas? –¿quedan bibliotecas públicas? ¿Leen 10 páginas de cada libro y los abandonan para siempre? ¿Los reader, cargados a reventar, sirven de adorno? Tal vez un tres por ciento de la humanidad se encarga de asimilar el noventa por ciento de los libros editados, a modo de un experimento gnóstico. O en una de ésas –no sé si me sorprendería– sólo los buenos libros encuentran verdaderos lectores, y lo demás es filfa.

La situación actual también se podría describir como el repunte previo a una enfermedad o un peligro terminal: imagen bradburyana que es útil considerar, aun cuando se advierta, en principio, algo muy  distinto. ¿Mayor variedad y tiradas reducidas? También está eso, aunque no alcanza para justificar la cantidad de librerías, reales y virtuales, y la abundancia de sus listados y estanterías. Y apenas me atrevo a pensar en el surgimiento de otro canal de blanqueado, pues parece un absurdo que hasta Volkoff descalificaría. Pero, insisto, todo debe ser considerado en la primera aproximación.

¿Cómo se explica tal estrépito literario? ¿Acaso el género humano, en su mayor parte, se volcó a escribir y a leer sin cesar? Quizás me veo condicionado por la realidad de mi propio contexto y oficio, y en realidad éste es un fenómeno principalmente argentino, o aun más, específicamente porteño. Podría haberme inclinado hacia esta hipótesis en la segunda mitad del siglo pasado, en pleno auge de la “ciudad que no duerme”, pero lo cierto es que muchas de las características de aquella Buenos Aires desaparecieron; ésta tiene otros motivos para el insomnio. De todos modos, una realidad más abarcativa queda indicada en las “ferias del libro” locales o internacionales, donde se puede apreciar la cantidad de títulos editados en muchos puntos geográficos, además de las grandes ciudades.

Confieso que no quiero ir de inmediato a la respuesta sencilla; a saber: que realmente se leen todos los libros que se editan; no todos los ejemplares de cada título, pero sí una buena cantidad. Eso explicaría muchas cosas, mas no soy dado a creer en las explicaciones simples; no al menos en las explicaciones tan simples. Habría que demostrarlo, y demostrarlo es imposible. Porque, además, está fuera de duda que todos dedicamos, quien más, quien menos, una cantidad de horas diarias a la pantalla. Lo cual conspira contra la lectura convencional, no sólo porque falta el tiempo físico, sino porque empieza a faltar el ojo físico. Y ni qué decir la capacidad de atención. En fin, lo único que podemos hacer es tratar de construir una hipótesis. O mejor dicho, proveernos de elementos para construir una hipótesis.

Pero antes de llegar a eso, algo más. Es procedimiento rutinario el intentar determinar, ya puesto un resultado, qué acciones o sucesos condujeron a él. Por ejemplo, si se eliminó en una persona su atracción natural hacia los animales, tal vez se deba a que a partir de cierto momento su casa fue invadida por los perros; y si son las flores las que ya no soporta, quizás haya ocurrido que su esposa lo encerró durante un mes en un vivero, o en una sala repleta de las deshojadas margaritas de Vargas Llosa. La saturación es una estrategia eficiente: siempre genera un fuerte sentimiento de repulsa, que muchas veces perdura. ¿Es esto lo que ocurre, un contra-fahrenheit? ¿Nos inundan de lecturas para que, en última instancia, la acción de leer (y de pensar) nos termine repugnando? Encima, hay manipulaciones y repeticiones ideológicas que son como rebencazos en el lomo, pero facilitan la domesticación.

Sea por agotamiento, miedo, hartazgo o acumulación de incertidumbres, el punto de llegada es siempre el acostumbramiento. Exista o no un plan, existe un resultado. Pero si el plan existe, ¿qué hombre o grupo puede tener el poder suficiente para llevarlo a cabo? Contra esto, ¿quién dijo que se trata nada más que de un plan humano? No descarto la advertencia de Chesterton: una buena novela de detectives no debe contar nunca con una aparición sobrenatural para la resolución del crimen. Claro, Chesterton sabía que ese recurso estaba reservado a la más sublime de las novelas de detectives, escrita a lo largo de capítulos inmensos que recorren la entera historia del mundo, con personajes fantásticos y oscuros y seres invisibles o triviales que se dirigen a un desenlace imposible de imaginar.

Es cierto que no hay que achacarle al maligno aquellas cosas en las que nos destacamos por nuestra cuenta, sin necesidad de aporte externo. Pero, por bueno que sea nuestro desempeño, parece haber algo más, algo que hace cada vez más sólida y perdurable esta curiosa edificación literaria. Algo como un revoque que no es aplicado por el albañil durante la jornada, pero que el hombre encuentra allí cada mañana al retomar su tarea.

Las imbecilidades, las injusticias, las crueldades, las canalladas que conocemos y presenciamos todos los días, nacen de errores y malas disposiciones que tienen su origen en algunos puntos neurálgicos, la crianza y la docencia sobre todo, pero también la literatura, el pensamiento escrito, sea ensayo o novela, impreso o digital, manual o revista, cartel o folleto.

En lo que hace a nuestra exclusiva competencia terrena, me inclinaría a pensar que aquello que denominamos “mundo cultural” –principalmente su núcleo central: artistas, pensadores, profesores, críticos, productores, comunicadores– no es más que una abigarrada y estática turba en la que cada uno de sus miembros señala con pasión hacia un lugar distinto, y aún más apasionadamente defienden la ilusión de que se dirigen al mismo lugar. O mejor, una calesita grande y veloz en donde los jinetes gritan, giran, disfrutan y practican ademanes victoriosos con sus espadas magníficas, mientras sueñan que avanzan hacia la tierra de fantasía. En definitiva, no saben lo que hacen ni hacia dónde van, pero lo ejecutan de manera exultante. Ahora bien, si tales imágenes son aceptadas, es porque ponen en evidencia algún tipo de realidad más compleja, lo cual es indicio de una acción externa a la de los centros culturales; y, en el fondo, extrínseca a la libertad humana.

Paparruchas mías, seguramente. Proceden de suponer con ingenuidad que sé muy bien cuáles cosas no desatendería en ningún momento, si fuera el diablo. Pero aun cuando respecto de varias cosas pueda comportarme como una clase de diablo, no lo soy. Y dado que las suposiciones e imaginaciones referidas a esa creatura no se deben tomar a la ligera, ya mismo cambio de párrafo.

Para venir a anoticiar, a quienes no lo sabían, que el pasado 17 de noviembre, desde la madrugada, se congregaron alrededor de 40 mil personas en las inmediaciones de la librería El Ateneo (Santa Fe y Callao, Buenos Aires). Cuadras de fila y horas de espera. Hacia el mediodía se conoció el motivo de la congestión: de tres camiones de mudanza empezaron a descargar ejemplares del  libro Nada que perder, autobiografía de Edir Macedo, brasileño fundador de la “Iglesia Universal del Reino de Dios”, con 30 millones de seguidores sólo en su país. El holding Planeta, editorial a cargo, informó que se vendieron en esa ocasión, a razón de pesos 90 cada uno, y directamente en la vereda, cerca de cincuenta y seis mil ejemplares de la historia del “obispo” pentecostal, con sabrosos detalles de su estadía en la cárcel. El dato parece más que suficiente como para suscitar la curiosidad de tantos miles de personas, aunque adivinamos que el libro también incluye otras muchas ideas y travesuras de este hombre que paró de sufrir hace rato.

Es nada más que el extracto de una columna en letra chica, en la página 3 de otro suplemento literario argentino. El mismo desde cuya penúltima página, la 28, en un recuadro aún más pequeño, la escritora mendocina Liliana Bodoc nos anticipó el contenido de su próxima novela: el evangelio según un perro que acompañó a Jesús durante sus últimos días.

 * * *

La mayor parte de la literatura moderna es una extenuante repetición, no de ideas gastadas, sino de ideas que jamás pudieron usarse. Una y otra vez las mismas, dichas de infinitas maneras a lo largo de los siglos, en cantidad y variedad suficiente como para mantener al gentío de cada época medianamente expectante y contenido. Y acostumbrado. Ideas que siempre proclaman en primer lugar la felicidad del individuo, para mantenerlo peripateando sobre sí mismo dentro de un circuito asegurado.

El criterio de verdad, para este avejentado pensamiento, sólo consiste en aquello que es posible inventar o imaginar. Sus promotores han trabajado incansablemente para que el hombre apague su instinto religioso, reniegue del misterio, tuerza su creencia, ignore la revelación, se aleje de la realidad. Y la primera realidad que el hombre desatiende es, paradójicamente, su propia alma. Sin la razón, el hombre queda encerrado en un túmulo, donde ya sus expectativas resultan inservibles. La imaginación se atiborra de sí misma y, al fin, literalmente hablando, se abarrota. Por eso la literatura actual se reduce casi enteramente a la ficción y al efecto visual, y esta capacidad de fingimiento es el único talento que se exige y que se aprueba. A eso quedó atado el arte y todas sus manifestaciones, porque a eso quedó atado el pensamiento: a la imaginación y al deseo. Una trayectoria evasiva, un centro de diversiones, una fábrica de imposibilidades: es muy difícil hallar un punto de verdad dentro de una literatura cuyas únicas razones proceden de la propia literatura.

La inteligencia, una vez alojada en el espacio de una idea errónea o absurda, o lo que es casi lo mismo, en la periferia de un mal libro, sólo conserva la capacidad ilusoria y pugnante propia de una jaula. No una jaula pequeña y angosta, sino tan extensa y amplia como el mundo que se percibe a través de los barrotes. ¿Con qué se alimenta el hombre? Con algo de comida que le arrojan y un tacho de agua roñosa. Con frases sueltas.

Las diferencias esenciales se dan entre los distintos pensamientos, es decir, entre los distintos autores. Pero el viaje a través de la mala literatura y los malos libros –las ideas confusas, las fabulaciones egocéntricas, los clausurados senderos imaginarios, las incertidumbres– es siempre el mismo, sea cual sea la modalidad que se elija. Los autores de malos libros, por cualquier mano que circulen, recorren un solo asunto como la única verdad: que el hombre es el centro y el fin de todo. Sea en el pescante de una carreta o en el volante de un automóvil, quien conduce un vehículo con estas ideas a bordo es nada más que un chofer.

* * *

En el año 2009, el escritor Heriberto Yépez le dirigió estas líneas a Carlos Fuentes, el reconocido autor mexicano:

“Primero que todo, obviedad, usted construyó parte de la mejor literatura mexicana. Y sospecho que –y he aquí parte central de la presente carta tránsfuga– la novela mexicana contemporánea se trata de la fragmentación de las distintas novelísticas implícitas en su obra. Unos se quedaron con su afán polifónico-totalizador; otros con su afán minimal-estilístico. Y en el futuro otros se quedarán con su novela para lector común. La literatura no es angelical; es consanguínea de las condiciones psicohistóricas de su época. Por ende, su forma literaria refluja la estructura del Partido Revolucionario Institucional”. La cursiva no es mía.

Si las ideas dependieran solamente de la expresividad, de la imaginación, del formato, de la disciplina ideológica, de la cantidad de ejemplares o de los premios de los jurados, difícilmente encontraríamos algo de buena literatura en el mundo. Nadie podría calmar la sed con agua limpia.

Pero las mejores obras, y todos los pensamientos que aún responden al impulso original de la vertiente, seguirán encontrando cauces protegidos. Se habrá empequeñecido esta realidad, se habrá angostado, pero aún existe y siempre hallará su curso.

En 1945, con motivo de la publicación de Vocación de escritor, de Hugo Wast, Castellani le había enviado al autor una carta, de la que copio un fragmento:

“Su libro trivial y fino, su libro vagabundo y anecdótico, su libro amable y chistoso, me ha hecho el efecto de un cañonazo, me ha recordado demasiado fuertemente que esa liviana vocación de escritor que tenemos todos los argentinos, lejos de ser una especie de privilegio de caburé, puede ser en los designios arcanos y juguetones de la Providencia el único medio posible y practicable de salvar mi pijotera alma. Porque detrás de sus anécdotas está su alma. Y un alma es un explosivo” (leer completo).

Como se ve, dos formatos distintos, de escritor a escritor. Pero ya estamos empezando a hablar de cosas extraordinarias, así que mejor sigo en otro momento con estas desmañadas reflexiones sobre el librerío en el que estamos metidos.